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David C Robinson / Microcuento

Cuentos desde el borde

Cuentos desde el borde 7 textos de David C Robinson …Él estaba ebrio. Ella no. Una servilleta. Una servilleta rayada. Ella y una servilleta en el cuarto de baño…

La historia que debí escribir

 
Se suponía que sería mi primera historia escrita. La que me serviría de trampolín a la fama. La de un jovencito que soñaba con ser campeón goleador en un mundial de fútbol, pero que la catástrofe se lo impidió. Me imaginé la historia tal como si fuera una película. Un tsunami que se alzaba sobre la línea de la costa, que impactaba contra los edificios y que aún así, por puro milagro, el muchacho se salvaba. Según mi relato, el muchacho era arrastrado inerme por la corriente y momentáneamente quedó sumergido, lo cual resultó ser una gran suerte, pues así evitó ser golpeado por un tronco. Esa misma tuca de madera, luego le sirvió de balsa salvavidas. Se asió a ella con todo lo que daban sus manos de volante futbolista. Siempre dudé sobre lo verosímil que sería ubicar un tronco en la ciudad. Pero, en este momento, tal duda no tiene la menor importancia. Se suponía que quien debería hallarse en problemas debía ser un personaje de literatura, un jovencito aspirante a meter 22 goles en el próximo mundial de fútbol. No yo. Yo debería haber escrito ese relato. Yo no debería estar nadando para salvar mi vida, tratando de alcanzar una inmensa tuca de madera que, hace unos instantes, casi me mata.
 
(La primera historia que imaginé, 1974, 13 años. Escrito en 2004, 43 años)
 
 

Desolación

A Leticia
 
La Muerte recorría el planeta admirando su obra y poder, sin embargo, le sobresaltó el hecho de siempre hallar Vida a su paso. Por eso decidió buscar un lugar donde sólo ella reinase. Buscó por glaciares, mares, desiertos y montañas. Intentaba destruir todo ser, pero luego se convencía de no tener suficiente fuerza. Prosiguió hasta que al fin encontró esa oquedad que tanto anhelaba: un sitio donde la brisa contemplaba sus muñecas sangrantes por el filo de los grilletes y el frío curtía la piel del sol. Ese agreste lugar fue tan estéril que la Muerte impresionada cayó en cuenta que, en medio de aquella sublime desolación, ella estaba viva…
 
(Mi primer texto, 1978, 17 años)
 
 

El caso de la calle 14

 
Frente a mis ojos se transformó, se convirtió en una especie de perro negro de enormes colmillos amarillos; sus patas, con enormes garras grises, estaban cubiertos de callos rosados y su cola verde parecía de rata. No estoy loco y no crean que porque estoy viejo imagino cosas.
 
La fama que tiene la calle 14 es la de ser una vía peligrosa, por lo cual es poco transitada. Durante el día es probable ser asaltado y en la noche, prácticamente un hecho. La calle 14 es el nicho ecológico de las hordas de la niebla pulverizada, por lo cual es sinónimo de robo y violación. Violación. En más de una ocasión los gritos inundaron el silencio de la noche. Hace poco una muchacha fue prácticamente majada a golpes y sólo un milagro podría salvarle la vida. ¡Quién sabe si ese milagro ocurrió!
 
Yo vi cuando esa cosa lo mató. Le mascó el cuello, la cara y el pecho. ¡Pobre tipo! Fue por lana y salió trasquilado.
 
Dentro de las hordas uno de los peores sicarios es Cható, el de la cicatriz facial en forma de luna. Dicen que a sus víctimas les va peor cuando no tienen dinero encima, dizque para que el próximo atraco no olviden traerlo. Habitualmente, patrulla en la oscuridad de la calle 14 en busca de quienes le darán el tributo forzado que lo sumergirá en los vapores de la niebla pulverizada. Para ello se asegura que las luminarias de la calle siempre estén apagadas. Ha desarrollado un buen brazo de tanto apedrearlas. 
Hoy es una buena noche para fechorías: la luna atemorizada se esconde tras una pared de nubes y las estrellas  indiferentes fingen no verlo pasar. Hace un primer recorrido donde sólo se topa con el viejo Liopo, el desamparado del barrio, que buscaba un hueco donde dormir. Siempre en la sombra y al acecho, se envalentona con monte mientras los perros aúllan a la luna escondida.
Pasada la media noche, alguien dobla por donde empieza la calle 14. Por las sombras, Cható no pudo distinguir bien y decidió acercarse cautelosamente. Como una pantera, recortó la distancia en silencio y pudo percatarse de que se trataba de una mujer joven. Esto aceleró sus instintos y tensó sus músculos ansiosos por atacar.
 
No sé si fue cosa de la justicia divina o de un pacto con el diablo, pero sí sé que fue horrible.
A la distancia correcta se abalanzó sobre su presa. La luna queriendo ser testigo salió de su escondite, mientras las estrellas engordaron sus miradas. El espectáculo parecía que estuviese ocurriendo en una selva y no en la ciudad, entre animales y no entre personas: Él encima de ella trataba a golpes de callar sus gritos, a su vez las flechas del miedo cerraban las ventanas de las casas vecinas. Ya en posición, los rayos de la luna acariciaron el rostro golpeado de la joven; Cható reconoció aquella cara que ahora le sonreía misteriosamente…
 
(Premio Mejor Cuento Corto del “Concurso Nacional de Cuento César A. Candanedo” 2000). 
 
 

Vértigo

 
Cuando desperté estaba cayendo. Lo que yo suponía un mal sueño, resultó ser la más grave de las realidades, la más impune, la inexplicable. 
A pesar de no divisar aún el suelo, sentía su rápida aproximación; el viento hacía vibrar mis orejas, provocando un zumbido que servía de aburrido fondo. La sensación del vacío parecía plegarse y formar pólipos en mis intestinos; presentía que la nada me lamía la piel.
¿Por qué? ¿Por qué estoy cayendo? ¿Acaso el aire no es únicamente para el batir de alas? ¿Acaso yo tengo alas? 
El pánico me hizo vomitar un grito en cámara lenta y tercera dimensión. Un grito contrastante con el zumbido de mis orejas; era como un solista policolor acompañado por un coro monotonal. El vértigo de la caída me pareció una ola que viajaba desde las uñas de mis pies hasta la curva de mis rizos, enredándose de paso en las paredes de mi estómago. Tantos años sobreviviendo y ahora sobremuero mi fin. 
Luego de sumergirme en un banco de nubarrones, la náusea me atormentó menos. Sentí el rocío fresco envolviendo mis sienes y alejando de ellas el malestar. 
Mi abuelo gustaba de caminar bajo la lluvia, alzar la cara y que las gotas después de estrellarse caminaran por el mapa de sus mejillas. Los placeres del abuelo eran los disgustos de la abuela: que si la ropa mojada, que si un resfriado, que si la pulmonía, que si el hospital, que si el cementerio. Al final la abuela tuvo razón, el viejo murió de pleuresía a los noventa años.
Aún no acabo de comprender el por qué de este viaje acelerado, del vértigo tormentoso, de la máxima inseguridad. No sé el por qué, mucho menos cómo inició. Sólo sé que ahora se divisa el suelo, el final futuro, más cerca de lo deseado. 
La abuela sobrevivió nueve años a la muerte de su consorte. Nueve años de periódicas y puntuales citas médicas, nueve años de píldoras e inyecciones, nueve años donde nunca una gota de lluvia tocó algún punto de su cuerpo. Fueron nueve años extrañando la sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro del abuelo, mientras ella con una toalla lo secaba.
El suelo a pesar de su significado y probablemente por su lejanía, se me antojaba como un inmenso óleo. Muchos tonos de verdes y chocolates competían por llamar mi atención; en el horizonte, ahora nuevo, los azules bordeaban el blanco de las nubes que parecían colosos con sus brazos alzados en plegaria. El sol llenaba de rayas blancas el croquis del cielo y de manchas negras las espaldas de las colinas. 
Descubrí que al balancearme con ritmo, convertía en música el zumbido de mis orejas. Pude desenredar las náuseas de mi estómago, luego las digerí. 
De niño, junto a mi abuelo tuve la más grande de mis aventuras: un viaje en velero hasta isla Contadora. Inolvidable la danza del yate sobre el mar, los delfines saltando a estribor y la ensalada hecha con la sierra pescada en el ombligo de la tarde. Lo recuerdo parado en la proa, cortando el viento con su nariz, extendiendo los brazos y gritando: 
-Vuela hijo, vuela-. 
¡Qué tipo era mi abuelo!  
Todavía recuerdo las gotas caminando despacito por sus mejillas, su sonrisa satisfecha empapando la toalla de la abuela; incluso me acuerdo de su grito en el yate.
Convencido de lo inevitable de mi encuentro con el suelo y aún así, sin ninguna desesperación, lancé un grito armónico con la nueva música de mis orejas, abrí los brazos y dejé libre mi pecho para el impacto, abrí los brazos y mis dedos rebanaron como queso el aire, abrí los brazos y grité: 
-abuelooo-. 
Abrí los brazos lo más que pude, abrí los brazos y estos… ….emplumaron. 
¡Una brizna de hierba apenas rozó mi abdomen!
 
(Mención de Honor en el 2do Concurso Literario de cuentos Pepe Fuera de Borda 2005. Argentina.) 

Ese particular directorio telefónico

 
Una servilleta.  Una servilleta rayada con un nombre y un número telefónico. Una servilleta y ella en el baño. Mientras orinaba, ella leía y releía lo escrito en el papel por el mejor cliente de la noche anterior. Según aquel tipo, él podría sacarla de la vida fácil y llevarla a una vida verdaderamente fácil. Fue muy vehemente al repetir una y otra vez sus intenciones para con ella. Él estaba ebrio. Ella no. Una servilleta. Una servilleta rayada. Ella y una servilleta en el cuarto de baño. Ella y una servilleta arrugada y mojada. Una servilleta que huye en el remolino del inodoro.
 
(Ganador, entre 1,419 textos presentados, del Premio Internacional de micro-ficción “Garzón Céspedes” 2007, categoría cuento hiper-breve. España) 
 
 

Cuentos de Do, Re y Mi…

 
Do le preguntó a su hermanito Re sobre el por qué sus padres fueron tan tacaños y los bautizaron con nombres tan diminutos. Mi, la hermanita de ambos, sin que le preguntaran, le dijo que un nombre pequeño era signo de cariño. Re estuvo de acuerdo con Mi y le recordó lo lindo que se escuchaban sus nombres en la boca de mamá. 
Do no quedó muy convencido e insistió que los nombres cortos eran para no gastar mucho aire. Re y Mi le replicaron que cómo iba a pensar eso y terminaron envueltos en una discusión. Y Do que les decía: “Papá es un tacaño” y Re que le contestaba: “Te voy a pegar un puñete” y Mi que no se quedaba atrás, gritaba a todo galillo: “Pégale, pégale”. En eso estaban, hasta escuchar una voz muy dulce que los llamó por sus nombres. Era mamá. Los tres corrieron hasta su falda y Do olvidó la tacañería.
 
(Finalista en el Concurso de cuentos cortos para educar en valores 2017. Convocado por la Asociación Mundial de Educadores Infantiles, con sede en Madrid, España).
 
 

Plusvalía

 
El jefe es muy severo. No perdona ni a los traidores ni a los desobedientes. Sus castigos son terribles. ¡Y no admite testigos! Ese tipo lo sabe bien. Él escuchó la lluvia de fuego, olió la destrucción de las ciudades malditas, pero en su huída nunca volteo la cabeza para ver la catástrofe. El jefe se lo advirtió. En la masacre de los sodomitas ese tipo perdió todas sus riquezas. Pero por haberle obedecido, el jefe nos dijo que enfundáramos las espadas de hogueras y le permitiéramos recomenzar su fortuna. Lo llevamos al mercado de otra ciudad. Allí pudo vender el único bien negociable que le quedaba. Pienso que ese tipo nunca imaginó recibir tanto dinero por la sal de la estatua en que se convirtió la curiosa de su mujer.
 
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David Classen Robinson Orobio

El diría: “Heurístico, escritor, ciudadano y amigo”.

(Panamá, 1960) biólogo botánico, profesor y escritor panameño. es poeta, cuentista, ensayista y profesor. Ganador de múltiples premios nacionales, es una de las voces más queridas y respetadas del panorama literario panameño. Inteligente e irreverente, su obra no deja indiferente al lector, empujándolo siempre hacia la reflexión y a la belleza.

Algunos de libros
Su primer libro fue “En las cosas del amor” (1991). Este fue su carta de presentación en el mundo literario y con el cual ganó Mención de Honor en el Premio de Poesía León A. Soto. Primer lugar en cuento del Concurso Pictórico Literario del IPEL y Tercer lugar en Poesía del Concurso Pictórico Literario del IPEL.

(2021). Los versos del cascarrabias. Ediciones Pensar.
(1995). Soledades pariendo. Editorial Autógrafo. ISBN 978-9962-8860-3-7. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(1999). La canción atrevida. ISBN 978-9962-02-049-3. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2002). Vértigo. Universidad Tecnológica de Panamá. ISBN 978-9962-802-17-4. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2003). Soles de papel y tinta. Santillana. ISBN 978-9962-630-87-6. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2005). Resistencias (maldiciones al desparpajo). Casa de las Orquídeas. ISBN 978-9962-5513-5-5. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2009). Confesiones de un poeta en una ciudad que odia. Casa de las Orquídeas. ISBN 978-9962-5513-6-2. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2011). Breviario simple. Editorial Universitaria-UTP. ISBN 978-9962-698-01-2. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).
(2013). Territorio de orugas. Editorial Universitaria-UTP. ISBN 978-9962-698-19-7. (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).

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