Cuento / Víctor Hugo Fernández
La fundación de los rees…

- Melvyn Aguilar
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La fundación de los rees…
I
Este relato no comienza en la biblioteca ni en los pasillos solemnes de una universidad. Su origen está en una sala con mesas plegables, proyectores apagados y la promesa de un café tibio. Allí, entre saludos ensayados y presentaciones interminables, un grupo de entusiastas decidió fundar lo que llamaron con solemnidad una “incubadora cultural”. Nadie sospechaba entonces que, más que incubar, se disponían a reinventar la rueda: la empresa imposible de vender, la cultura como si fuera una franquicia de comida rápida.
II
El acta fundacional fue redactada con palabras grandilocuentes, abundantes en términos como “gestión”, “proyección internacional” y “sostenibilidad”. No faltó quien citara a Goethe, aunque lo más cercano que había leído era una frase en una taza de café. En medio de la verborrea, alguien sugirió que sería útil incorporar un patrono espiritual, un escritor capaz de dar prestigio al asunto. Tras deliberaciones febriles, apareció el nombre de Mihail Bulgákov, como si fuera posible convocar su espíritu desde Moscú para legitimar la estafa.
III
El homenaje a Bulgákov consistió en pegar su retrato —impreso en láser barato— en la pared, justo al lado de un calendario de ferretería. Los fundadores lo miraban con aire cómplice, convencidos de que él habría aplaudido la iniciativa. Después de todo, ¿no había escrito sobre diablos que se paseaban por teatros para desnudar la hipocresía social? Aquí, en cambio, el demonio llevaba saco y corbata, y ofrecía talleres sobre “marketing de la creatividad”.
IV
Pronto los emprendedores culturales comenzaron a multiplicar las mesas redondas. Era necesario discutir sobre la pertinencia del aplauso, la logística del recital y el futuro de la poesía en formato PowerPoint. Cada reunión producía más actas que ideas, más comités que proyectos. El café tibio se volvió símbolo de resistencia: la bebida amarga que acompañaba cada consigna vacía.
V
Los más ingenuos soñaban con festivales internacionales, con avionetas llenas de poetas aterrizando en pistas rurales. Otros, menos poéticos, hacían cuentas: cuánto costaría cobrar entrada a los talleres, qué tanto podían inflar las tarifas si se añadía la palabra “innovación” en la factura. Era un juego de espejos, donde cada uno repetía la palabra “cultura” hasta desgastarla.
VI
El público, que al principio asistía por curiosidad, empezó a notar el truco. La misma mesa redonda con distintos títulos, los mismos ponentes con currículos reciclados, los mismos aplausos coreografiados. La cultura, que debía respirarse con libertad, se volvió trámite y registro, inventario y checklist. Fue entonces cuando surgió el murmullo de que algo olía a estafa.
VII
Pero los fundadores estaban convencidos de su éxito. Se autoproclamaron visionarios, convencidos de que algún ministerio los declararía patrimonio intangible. Mientras tanto, editaban antologías sin lectores, folletos que nadie abría, y powerpoints que servían más para dormir que para aprender. Bulgákov, desde su retrato amarillento, parecía sonreír con ironía.
VIII
Un día alguien propuso un manifiesto. Había que dejar por escrito la misión histórica de la incubadora. La redacción colectiva duró semanas: frases copiadas de internet, párrafos traducidos a medias de fundaciones extranjeras, consignas que ni los mismos autores comprendían. El resultado fue un texto de veinte páginas que nadie logró terminar de leer. Alguien, con un poco de lucidez, lo resumió en voz baja: “Una oda al vacío”.
IX
La estafa, sin embargo, no era perfecta. Los poetas verdaderos, esos que escribían desde la periferia, miraban con desdén el espectáculo. Para ellos, la incubadora era un teatro de máscaras donde se fingía crear mientras se destruía lentamente la confianza en la palabra. Nadie los escuchaba. Al fin y al cabo, los poetas nunca han tenido poder, y menos en asambleas con orden del día y cronogramas de ejecución.
X
Con el tiempo, las reuniones se fueron vaciando. El café tibio quedó intacto sobre las mesas. Los retratos de Bulgákov se ajaron en las esquinas. La incubadora, que alguna vez prometió ser faro cultural, se redujo a un eco burocrático, un archivo lleno de carpetas digitales que nadie abriría jamás. Y, sin embargo, los fundadores persistieron en llamarse a sí mismos emprendedores culturales, como si el título fuera suficiente para salvarlos del ridículo.
XI
Este relato no tiene moraleja, pero sí un guiño. Porque toda sátira guarda en el fondo una advertencia: cuando la cultura se administra como un negocio, lo único que florece son los comités, las actas, las facturas. Y lo único que muere, lentamente, es la risa con que Bulgákov habría celebrado la farsa.
Víctor Hugo Fernández
Costa Rica, agosto 1955. Poeta, narrador y ensayista con una amplia obra publicada en Costa Rica y el extranjero. Activista cultural y comunicador desde edades tempranas. Estudió Filología y Lingüística Española en la Universidad Nacional, además obtuvo Maestría en Literatura Comparada por la Universidad del Estado de Pennsylvania, Estados Unidos. Fue director de la escuela de Danza de la Universidad Nacional y editor del suplemento cultural Ancora del diario La Nación. Recientemente ha fundado y dirigido programas de opinión en la radio digital.
vfernan@world.co.cr
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Lo del texto es muy real cuando el eje principal de una asociación o taller literario, no se centra en la verdadera realidad de la poesía en su fin transformador y sensibilizador, si no en crear rentabilidad de algo que no se puede mercsntilizar. La poesía como sus creadores los poetas son seres libres, por lo tanto su unión debe serlo, motivados por esa energía queda el reconocerse como voces enriquecedoras del acontecer histórico de nuestros pueblos, y donde de lo que menos se hable sea de un beneficio monetario.
Texto certero que desnuda la realidad literaria tica… Un micromundo de vivillos.